sábado, 12 de enero de 2013

2012-12-25

Aún resulta increíble que en estas tierras separadas por un estrecho tan estrecho la vida sea tan sumamente diferente. El tiempo parece ralentizarse, como ocurre en Asia o en el Caribe. Empiezo a entender que los raros en todo esto somos nosotros: los occidentales y sus prisas. 
Qué tranquilidad la de sentarse en una de las cafeterías o teterías, tomarse un whisky marroquí (té verde con menta y mucho azúcar) y ver pasar el tiempo de la gente que pasa el tiempo. El pueblo sabe pararse y simplemente estar; sin que haya necesidad de llenar los espacios de palabras. Eso sí, ¡también les gusta charlar! y no bajito. 
Y luego estás las relaciones de las gentes, que tanto cambian también. Y no me refiero solo a las sentimentales, sino a todas en general. Sin embargo, aunque me de cuenta de que son diferentes, tampoco sabría decir qué es lo que nos hace tan diferentes y al mismo tiempo tan iguales. O sí, el corazón. 
Después de haber echado todo el día en esta fabulosa ciudad, ahora que son las ocho y media en punto, esperamos en la estación de tren a la locomotora que nos llevará en segunda hasta Marrakech... hasta entonces tenemos dos horillas por delante que aprovecharemos para comernos los bocatas que nos hemos preparado con el delicioso pan de Marruecos, unos croissants artesanos de una pastelería callejera (si los gatos, reyes de estos suelos, nos dejan), jugar un poco al "hundir la flota" y tomarnos otro whisky de esos en la estación.


Assilah


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